Mi
padre y mi madre eran dos personajes que pertenecen a la memoria colectiva de
mi pueblo. Nadie sabe de dónde vinieron ni por qué. Su historia familiar
empieza y acaba con ellos. Si se le pregunta a cualquier lugareño, dirá que son
de allí tanto como la iglesia o la plaza pero no sabrá dar ningún dato sobre
sus antepasados
Mi
padre era un hombre delgado en exceso, de mediana estatura y de piel clara, no parecía hecho para el
campo. Su enjuta figura formaba parte del paisaje pueblerino: ya apoyado al
fondo en la barra de un bar (habitual fotografía), ya haciendo corro en una
esquina cualquiera alimentando la risa de los vecinos, pero sobre todo, al
final del callejón empinado que conducía a nuestra casa, que a la postre era la
esquina del cuartel de la guardia civil.
La
esquina del cuartel de la guardia civil, es un lugar de obligado paso para adentrarse
en el pueblo. Era una imagen habitual ver a mi padre apoyado en la
esquina y, a varios metros por encima de su cabeza, un cartel que ponía MÍJAR. Yo
hubiera añadido “el Ángel el Apañao te da
la Bienvenida”.
Tal
era la habitualidad de la imagen que en una ocasión tanta familiaridad se
volvió en su contra y le costó no pocas heridas. Un día cualquiera, después de
las rutinarias copas matutinas de
aguardiente o aguardiente con coñac, iba él la cuesta arriba a su puesto de
vigía. Paso oscilante, objetivo claro. Algunos metros antes de alcanzar la esquina,
un perro que no tenía nada que hacer, como cualquier perro, lió una trifulca
con dos gatos que también andaban por allí, igualmente ociosos. El can venía
persiguiendo a los felinos desde la
mitad de la calle, estos muy apurados y a toda la velocidad que podían,
buscaron la protección del callejón, donde se encontraron con mi padre. Él ante
el ruido y por si acaso aquellos animales se lo llevaban por delante, dado su
bamboleante estado, se apoyó en la pared y se quedó quieto.
Uno
de los gatos, probablemente porque le resultara
tan familiar la figura de mi
padre, o tal vez por la urgente necesidad de refugio o simplemente porque aquel
pobre animal pudiera tener algún problema ocular, lo confundió con algún tronco, estatua o poste, de manera
que, en plena carrera de huida, se encaramó piernas arriba por el cuerpo de mi
padre, hasta su cabeza. Allí arriba y debido al poco pelo que tenía, no encontró mucha sujeción por lo que
decidió saltar de nuevo al suelo, no sin antes dejarle un manojo de arañazos en brazos, cara y
cabeza.
Ante
semejante acontecimiento, un poco más turbado y
dado el escozor de las heridas, ese día desistió de su labor centinela y
volvió a casa. Como también era habitual, puesto que la cuesta se hacía más
empinada con el coñac, bajó de la oreja izquierda, esto es, pegado a la pared y
utilizando, en ocasiones, la cabeza como freno. Llegó a casa con la
oreja izquierda blanca de cal.
De
todo fue testigo una de mis hermanas que, varios días después, fue la que curó
el orgullo herido de mi padre, puesto que ninguno en la casa creímos semejante
suceso por más que él se empeñó en decirnos la verdad.