lunes, 1 de abril de 2013

Mi papa

Mi padre y mi madre eran dos personajes que pertenecen a la memoria colectiva de mi pueblo. Nadie sabe de dónde vinieron ni por qué. Su historia familiar empieza y acaba con ellos. Si se le pregunta a cualquier lugareño, dirá que son de allí tanto como la iglesia o la plaza pero no sabrá dar ningún dato sobre sus antepasados

Mi padre era un hombre delgado en exceso, de mediana estatura  y de piel clara, no parecía hecho para el campo. Su enjuta figura formaba parte del paisaje pueblerino: ya apoyado al fondo en la barra de un bar (habitual fotografía), ya haciendo corro en una esquina cualquiera alimentando la risa de los vecinos, pero sobre todo, al final del callejón empinado que conducía a nuestra casa, que a la postre era la esquina del cuartel de la guardia civil.

La esquina del cuartel de la guardia civil, es un lugar de obligado paso para adentrarse en el pueblo.  Era una  imagen habitual ver a mi padre apoyado en la esquina y, a varios metros por encima de  su cabeza, un cartel que ponía MÍJAR. Yo hubiera añadido “el Ángel el Apañao te da la Bienvenida”.

Tal era la habitualidad de la imagen que en una ocasión tanta familiaridad se volvió en su contra y le costó no pocas heridas. Un día cualquiera, después de las rutinarias copas  matutinas de aguardiente o aguardiente con coñac, iba él la cuesta arriba a su puesto de vigía. Paso oscilante, objetivo claro.  Algunos metros antes de alcanzar la esquina, un perro que no tenía nada que hacer, como cualquier perro, lió una trifulca con dos gatos que también andaban por allí, igualmente ociosos. El can venía persiguiendo a los  felinos desde la mitad de la calle, estos muy apurados y a toda la velocidad que podían, buscaron la protección del callejón, donde se encontraron con mi padre. Él ante el ruido y por si acaso aquellos animales se lo llevaban por delante, dado su bamboleante estado, se apoyó en la pared y se quedó quieto.

Uno de los gatos, probablemente porque le resultara  tan familiar la  figura de mi padre, o tal vez por la urgente necesidad de refugio o simplemente porque aquel pobre animal pudiera tener algún problema ocular, lo confundió  con algún tronco, estatua o poste, de manera que, en plena carrera de huida, se encaramó piernas arriba por el cuerpo de mi padre, hasta su cabeza. Allí arriba y debido al poco pelo que  tenía, no encontró mucha sujeción por lo que decidió saltar de nuevo al suelo, no sin antes dejarle  un manojo de arañazos en brazos, cara y cabeza.
Ante semejante acontecimiento, un poco más turbado y  dado el escozor de las heridas, ese día desistió de su labor centinela y volvió a casa. Como también era habitual, puesto que la cuesta se hacía más empinada con el coñac, bajó de la oreja izquierda, esto es, pegado a la pared y utilizando, en  ocasiones,  la cabeza como freno. Llegó a casa con la oreja izquierda  blanca de cal.

De todo fue testigo una de mis hermanas que, varios días después, fue la que curó el orgullo herido de mi padre, puesto que ninguno en la casa creímos semejante suceso por más que él se empeñó en decirnos la verdad.