El cuerpo limpio y las bragas limpias. Limpias las bragas de jabón de
sosa, más limpias que ningunas. Limpio el cuerpo de agua restregada, de
agua que no sale del grifo, de agua humildemente limpia.
Los
preparativos me hacían sentir nerviosa. Nerviosa porque sabía que el
objetivo era, al fin y al cabo, hacerme daño a mí y porque sabía que,
hiciera lo que hiciese, la mejor aptitud que yo podía adoptar era la de
la sumisión, la del perro enfermo que inocentemente acompaña a su dueño
en su paseo final, seguro de que no le iba a pasar nada. La única
diferencia entre él y yo, es que yo sí sabía a dónde iba.
Pasados
los nervios de los primeros momentos, vestida, limpia y perfumada
con el perfume de mi infancia (ZZ perfumada) mi ánimo se reponía porque,
desde ese momento hasta la entrada al "matadero", disfrutaría de la
compañía de la única persona en la que confiaba, de la única persona que
me hacía sentir segura, de la única persona que amaba profundamente,
disfrutaría del cariño de mi madre... y "verduga".
El
trayecto duraba varios kilómetros, al paso de una niña de seis años.
Espacio de tiempo que yo aprovechaba para preguntar todo lo preguntable,
eran tantas las insoportables dudas y tan necesarias las respuestas que
saltaba de un tema a otro con la ansiedad de quién sabe que su tiempo
es corto. Mi madre, paciente, amable y cariñosa, respondía a todas y
cada una de mis existenciales dudas... ¿cómo era tu madre?, ¿te quería
tu padre?, ¿por qué ese hombre va descalzo?, ¿por qué tú no te clavas
pinchos en las manos?, ¿por qué dicen que eres pequeña?... Algunas
veces me contaba una historia de trágico final o me cantaba una canción
con dramático desenlace y a mí se me anudaba la garganta.
Esa
era mi madre, tierna, cariñosa, dulce, alta, fuerte... ¡ummmm! ¡cómo la
admiraba y cómo la quería! Esa anestésica y dulce sensación me
invadía durante todo el trayecto hasta que encarábamos la calle del
"matadero". A partir de ahí mi delgado y pequeño cuerpo se tensaba, mi
vello se erizaba, a mi madre le salían dos cuernos, cortos pero
robustos, se le alargaban los colmillos, su rostro se acartonaba y el
dulce azul de sus ojos se convertía en severos rayos que me
paralizaban. Sentadas en la consulta, ya no había conversación, ni
historias, ni cariño, ni nada, sólo yo frente a mi destino acompañada
por una mujer cruel, desleal y traicionera.
Allí,
en silencio, rumiaba mi mala suerte y maldecía aquel olor a éter, era
el olor del dolor y la traición. Uno a uno iban pasando otros corderos,
por turno, yo deseaba que mi madre perdiera el suyo, así se alargaba mi
tiempo. Pero pronto, siempre pronto, llegaba mi momento, se abría la
puerta, salía el último cordero o carnero y mi cuerpo reticente tiraba
de mis piernas temblorosas, delante mi madre llevándose uno de mis
brazos, por si las dudas.
Ahora venía el
momento más hipócrita de todo el proceso, -¡buenas tardes!, ¡buenas
tardes!, ¿como está la niña? ¡JA!, -como si no lo supieran ambos, ¡para
salir corriendo! (pensaba yo)...¡falsos!-. Tratando de evadirme de
aquella estúpida conversación, echaba un vistazo a mi alrededor:
estantes llenos de botes que contenía venenos varios para inyectar a los
corderos como yo; botellas de cristal de distintos colores: verde,
marrón, transparente, llenos de líquidos desconocidos, quizá en alguno
de los más opacos habría alguna cabeza de niño, grandes rollos de
algodón, bandeja con tijeras, pinzas y
varias docenas de otros indescriptibles instrumentos cuya imaginada
utilidad ponía los pelos de punta; papelera
llena de algodones manchados de anteriores matanzas (quién sabe qué más habría dentro) y sobre el fondo, casi escondido a posta, un pequeño
hornillo llameaba debajo de una bandeja en forma de pie redondeado,
dentro hervía el embolo y el cilindro de una jeringuilla y una aguja de
boca dorada y punta interminable, preciosa herramienta de matar.
-¡Bájate
el pantalón y túmbate!- Yo miraba a aquella mujer que cruzada de brazos
se había apostado delante de la puerta, por si el miedo. Le pedía
clemencia con la mirada, pero allí no había nada, sólo cuencas vacías.
Tumbada deslizaba mi mano por mi cintura y tímidamente bajaba mi
pantalón hasta la mitad de mis glúteos, redondos y de dureza pétrea, -encima no le iba yo a enseñar mi intimidad-. Antes de darme cuenta,
aquel diablo de bata blanca, apartaba mi mano y me daba golpecitos en un glúteo -como si yo fuera tonta-, pasaba un algodón mojado
en alcohol por el glúteo contrario, daba dos golpes en el
opuesto al contrario del glúteo contrario y pasaba el algodón por el
glúteo que golpeó primero... para entonces mi cabeza ya estaba echa un
lío y no sabía por dónde vendría la puñalada... ¡zas!... había
penetrado en mi piel, en mi carne y hasta en mi alma, justo donde pensé
que lo haría inicialmente, pero otra vez había sido engañada.
El
líquido me inundaba rompiéndome por dentro. La pierna del glúteo
castigado se elevaba en forma de palanca y aquel monstruo repetía ¡no
aprietes! ¡no aprietes! Me estaban matando y mi madre era cómplice, no
volvería a confiar en ella. Con la dignidad perdida, las lágrimas
resbalando por mi cuello y cojeando, salía de aquella consulta, no
miraba atrás, no quería despedidas y hubiera deseado que aquella mujer
traidora no me siguiera ni me precediera nunca más, echaba de menos a mi
dulce madre.