sábado, 10 de agosto de 2013

La traición

El cuerpo limpio y las bragas limpias. Limpias las bragas de jabón de sosa, más limpias que ningunas. Limpio el cuerpo de agua restregada, de agua que no sale del grifo, de agua humildemente limpia. 

Los preparativos me hacían sentir nerviosa. Nerviosa porque sabía que el objetivo era, al fin y al cabo, hacerme daño a mí y porque sabía que, hiciera lo que hiciese, la mejor aptitud que yo podía adoptar era la de la sumisión, la del perro enfermo que inocentemente acompaña a su dueño en su paseo final, seguro de que no le iba a pasar nada.  La única diferencia entre él y yo, es que yo sí sabía a dónde iba.

Pasados los nervios de los primeros momentos, vestida, limpia y  perfumada con el perfume de mi infancia (ZZ perfumada) mi ánimo se reponía porque, desde ese momento hasta la entrada al "matadero", disfrutaría de la compañía de la única persona en la que confiaba, de la única persona que me hacía sentir segura, de la única persona que amaba profundamente, disfrutaría del cariño de mi madre... y "verduga". 

El trayecto duraba varios kilómetros, al paso de una niña de seis años. Espacio de tiempo que yo aprovechaba para preguntar todo lo preguntable, eran tantas las insoportables dudas y tan necesarias las respuestas que saltaba de un tema a otro con la ansiedad de quién sabe que su tiempo es corto. Mi madre, paciente, amable y cariñosa, respondía a todas y cada una de mis existenciales dudas... ¿cómo era tu madre?, ¿te quería tu padre?, ¿por qué ese hombre va descalzo?, ¿por qué tú no te clavas pinchos en las manos?, ¿por qué dicen que eres pequeña?... Algunas veces me contaba una historia de trágico final o me cantaba una canción con dramático desenlace y a mí se me anudaba la garganta.  

Esa era mi madre, tierna, cariñosa, dulce, alta, fuerte... ¡ummmm! ¡cómo la admiraba y cómo la quería! Esa anestésica y  dulce sensación me invadía durante todo el trayecto hasta que encarábamos la calle del "matadero". A partir de ahí mi delgado y pequeño cuerpo se tensaba, mi vello se erizaba, a mi madre le salían dos cuernos, cortos pero robustos, se le alargaban los colmillos,  su rostro se acartonaba y el dulce azul de sus ojos se convertía en severos rayos que me paralizaban. Sentadas en la consulta, ya no había conversación, ni historias, ni cariño, ni nada, sólo yo frente a mi destino acompañada por una mujer cruel, desleal y traicionera. 

Allí, en silencio, rumiaba mi mala suerte y maldecía aquel olor a éter, era el olor del dolor y la traición. Uno a uno iban pasando otros corderos, por turno, yo deseaba que mi madre perdiera el suyo, así se alargaba mi tiempo. Pero pronto, siempre pronto, llegaba mi momento, se abría la puerta, salía el último cordero o carnero y mi cuerpo reticente tiraba de mis piernas temblorosas, delante mi madre llevándose uno de mis brazos, por si las dudas. 

Ahora venía el momento más hipócrita de todo el proceso, -¡buenas tardes!, ¡buenas tardes!, ¿como está la niña? ¡JA!, -como si no lo supieran ambos, ¡para salir corriendo! (pensaba yo)...¡falsos!-. Tratando de evadirme de aquella estúpida conversación, echaba un vistazo a mi alrededor: estantes llenos de botes que contenía venenos varios para inyectar a los corderos como yo; botellas de cristal de distintos colores: verde, marrón, transparente, llenos de líquidos desconocidos, quizá en alguno de los más opacos habría alguna cabeza de niño, grandes rollos de algodón, bandeja con tijeras, pinzas y varias docenas de otros indescriptibles instrumentos cuya imaginada utilidad ponía los pelos de punta; papelera llena de algodones manchados de anteriores matanzas (quién sabe qué más habría dentro) y sobre el fondo, casi escondido a posta, un pequeño hornillo llameaba debajo de una bandeja en forma de pie redondeado, dentro hervía el embolo y el cilindro de una jeringuilla y una aguja de boca dorada y punta interminable, preciosa herramienta de matar.

-¡Bájate el pantalón y túmbate!- Yo miraba a aquella mujer que cruzada de brazos se había apostado delante de la puerta, por si el miedo. Le pedía clemencia con la mirada, pero allí no había nada, sólo cuencas vacías. Tumbada deslizaba mi mano por mi cintura y tímidamente bajaba mi pantalón hasta la mitad de mis glúteos, redondos y de dureza pétrea, -encima no le iba yo a enseñar mi intimidad-. Antes de darme cuenta, aquel diablo de bata blanca, apartaba mi mano y me daba golpecitos en un glúteo -como si yo fuera tonta-, pasaba un algodón mojado en alcohol por el glúteo contrario, daba dos golpes en el opuesto al contrario del glúteo contrario y pasaba el algodón por el glúteo que golpeó primero... para entonces mi cabeza ya estaba echa un lío y no sabía por dónde vendría la puñalada... ¡zas!... había penetrado en mi piel, en mi carne y hasta en mi alma, justo donde pensé que lo haría inicialmente, pero otra vez había sido engañada. 

El líquido me inundaba rompiéndome por dentro. La pierna del glúteo castigado se elevaba en forma de palanca y aquel monstruo repetía  ¡no aprietes! ¡no aprietes! Me estaban matando y mi madre era cómplice, no volvería a confiar en ella. Con la dignidad perdida, las lágrimas resbalando por mi cuello y cojeando, salía de aquella consulta, no miraba atrás, no quería despedidas y hubiera deseado que aquella mujer traidora no me siguiera ni me precediera nunca más, echaba de menos a mi dulce madre.

2 comentarios:

  1. Se me ha secado la boca recordando la jeringa hervir en el hornillo! En mi caso el mayor de los agravios llegaba del hecho de ser mi madre la que me ponía la inyección.
    Dices que trauma, ains.

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    1. Jajajaja! La inyecciones no son lo que eran. También mi madre le daba al arte del banderilleo, pero esa....es otra historia.... y otra madre aún más perversa ;))




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